La fiebre

Ha amanecido enfermo uno de mis hijos. Indudablemente le hizo daño haber salido anoche con abrigo insuficiente para el frío inmenso que ha hecho.

Cuando mi Mauri está afiebrado lo sé porque el cálido y envolvente castaño verdoso de su mirada se torna lejano y debo adivinar una corriente de fondo o un tejido sutil de ideas y emociones que flotan en su mirar. Debo hacer algo para devolverle su límpida y amorosa mirada.

Para mí, la fiebre es como un enorme pájaro de fuego que se evapora al entrar por los ojos liberando su calor dentro del cuerpo del enfermo dejándolo con una amarga malquerencia de todo, hasta que un antipirético con su varita mágica efectúa la metamorfosis térmica que en breve liberará el maravilloso y exótico pájaro.

Uno de los peores momentos que vive un ser humano es cuando algún hijo pierde la salud. Si a esta eventualidad añadimos la sorprendente y cada vez mayor desconfianza en los médicos nos hallaremos en un estado ubicuo; al menos yo: me muevo interminablemente por toda la casa buscando qué dicen las enciclopedias y según los síntomas también puedo hacer consultas en Internet.

Pienso que enfermar es algo así como perder un foco de luz en la oscuridad, pues significa un sensible desplazamiento en las tinieblas del ocio y el dolor.

Afortunadamente mi Mauricio únicamente está resfriado y ello me lleva a otras reflexiones que escribiré otro día.

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